Llevaba un hacha en la mano
mientras caminaba por el bosque. Acababa de realizar “la hazaña”. Las rescató de la muerte y una de esas personas lo desvelaba. Tuvo suerte de estar cerca del lugar. Salvó esas vidas
y a la vez respondió a su corazón, a las vibraciones de su cuerpo. “No solo de pan vive el hombre…” ─se decía constantemente. Agregando: “ni de
hachar arboles tampoco”.
En su
anhelo, creyó que se podría ahora acercar a la muchacha, una vez recuperada del
shock, por supuesto. La ilusión de compartir su vida con ésta mujer, se haría
realidad. Cotidianamente la veía pasar por el sendero, con dos canastos repletos
de frutas y ropa, rumbo a la cabaña de su abuela. La viejita estaba anquilosada
hacía tiempo por el reumatismo. Su mamá, entonces, la enviaba con viandas y
para ayudarla en las tareas, rogándole
que no se detuviera en el bosque a hablar con extraños.
Mirando
la muchachita pasar, meneando sus caderas, quedaba fijado con “ciertos pensamientos”.
Ahora, después de su acción heroica con el lobo feroz, se convenció que Caperucita lo vería con otros ojos.
Caminaba de regreso a su cabaña, recordando lo
ocurrido horas antes. Había salido a
hachar árboles ─su tarea habitual─, para luego
fraccionarlos con destino al aserradero,
dos millas río abajo. Después que derribó el primer roble, escucho gritos provenientes de la cabaña situada como a cien
metros de allí. Corrió hacia el lugar. Pero al llegar, todo estaba en silencio.
Dio vuelta alrededor de la casa, no encontrando nada fuera de lugar, pensando
que había sido su imaginación. A punto ya de regresar, quiso sacarse la duda y
se volvió. Subió las escaleras del portal, abrió la puerta y entro, encontrando todo en silencio. Avanzó hacia
el dormitorio, atraído por potentes ronquidos. Encontró la puerta entreabierta;
retiró el puñal que llevaba en su cintura y entró sigilosamente. Y contemplo el
espectáculo más macabro de su vida: un lobo inmenso dormía a “pata suelta”
sobre la cama de dos plazas. Hilos de sangre se le veían en los labios y debajo
del hocico. Una caperuza colorada yacía al costado de la cama.
Después vino lo que el pueblo y el mundo conocieron
por las noticias, el informe policial y la literatura:
“…
que el lobo engaño a Caperucita…”; “…que
el feroz animal, sabiendo que la abuela estaba sola y perdida, y que la niña se dirigía a su casa, se
adelantó, engulléndose a la anciana de un solo bocado…”; “que al llegar la
chica a la casa habría corrido el mismo destino…”; “que afortunadamente, el
señor Samuel Madero, a la sazón en el lugar, se acercó a la casa. Viendo lo
sucedido, con su puñal abrió el vientre
de la bestia rescatando a las dos mujeres,
con rasguños, pero vivas…”.
Al parecer, el descomunal apetito del
animal permitió que las devorara de un bocado a cada una. Esto le produjo gran indigestión,
quedándose dormido sobre la cama de la abuela. En esta situación, Samuel aprovecho
para llevar adelante el rescate con éxito. El cuerpo del animal fue cargado en
un carro, transportado hasta el rio y
arrojado a su cauce.
Deseaba llegar a su casa pronto. Vestiría la
mejor ropa, que no usaba hacía tiempo. Fue invitado a cenar por la mamá de
Caperucita en agradecimiento por las vidas de su hija y de su madre. Para él,
significaba, quizá, el comienzo de otra vida.
Llamó a la puerta con timidez. Al abrirse la muchacha
apareció, más hermosa que una estrella.
—Adelante
Samuel ─dijo Caperucita con sonrisa en los labios cómo
si lo conociera de toda la vida.
El hombre avanzo tímidamente.
—Permiso…
─pronunció Samuel─. Tal vez llegué
demasiado temprano… ─acabó diciendo mientras miraba el reloj.
—Usted
no tiene horario para llegar ─intervino la madre que regresaba de la cocina
con el delantal colgando de su cuello─. Esta casa es tan suya como nuestra, y perdone
la “facha” ─prosiguió diciendo con pudor.
—No
creo que sea para tanto ─dijo Samuel respondiendo con cortesía y falsa
modestia.
Pasaron hasta el comedor, donde se hallaba
la abuela sentada en una mecedora. La vieja pareció no reparar en la presencia
del invitado. El hombre la saludó estrechando una de sus manos con las suyas.
Gesto al que la anciana respondió con una sonrisa sin entender de qué se trataba.
A Samuel tampoco le importó la enajenación de la anciana. Para él, el centro de
la velada era la adolescente que vestía
un trajecito color azul, de pollera a media pierna y chaqueta desprendida,
dejando ver una blusa damasco escotada. Esto lo distraía tanto, que le
dificultaba concentrarse en cualquier conversación.
Se sentaron alrededor de la mesa, rotando la
mecedora con la abuela para que quedara frente a ellos. La madre aceptó el papel
de anfitriona dejando que los momentos siguientes fluyeran entre Caperucita y
el leñador. Samuel buscaba la mirada de la chica y Caperucita era indulgente
con él, cediéndole una sonrisa, que le parecía más de agradecimiento que de
coqueteo.
Después de brindar con vino negro, saborearon el
pavo más gordo que mamá se había esmerado en asarlo al punto justo. La velada
se hacía cada vez más agradable a medida que entre todos derretían el hielo.
Durante el postre, Caperucita dejó de sonreír. Aprovecho
el silencio para dar un pequeño golpe de tos, atrayendo la atención de los
demás comensales. Ellos levantaron sus cabezas con curiosidad, a la vez que el
llamado a la puerta cortó como un machetazo el bienestar alcanzado
trabajosamente por Samuel.
─Yo
atiendo mamá ─dijo la adolescente como si hubiese estado
esperando este momento.
Se levanto y dirigió apresuradamente hacia
la parte delantera de la casa. La madre miro a Samuel con gesto de incertidumbre.
Ideas funestas bullían en la cabeza del leñador cuando escuchaba susurros
provenientes del otro sector.
En
instantes, apareció la muchacha. Un joven, alto, rubio y ojos color azul, dio
las buenas noches con seguridad y complacencia. Se acerco a la cabecera, y sin
permitir que la madre se pusiera de pié,
besó su mano, expresando su gusto de conocerla. Dio la vuelta alrededor de la
mesa y extendió la mano a Samuel.
─Esperaba
el momento para contarte ─dijo Caperucita mirando a su mamá─. Él es Román, mamá. Nos conocimos hace dos meses, en el baile de la
Cooperadora de bomberos…; Román, el es Samuel, mi salvador.
─Gracias,
amigo. Me devolvió lo más sagrado ─dijo el muchacho estrechando a Samuel en un
abrazo.
─
No es nada ─contestó Samuel mientras respondía al abrazo
menos sentido de toda su vida.
En verdad, era demasiado…