viernes, 9 de marzo de 2018

¡CREER O REVENTAR!, para Literautas




“No creo en brujas, pero que las hay las hay”. El dicho es más que un adagio para mí. De lo contrario, como explicar lo que me ocurrió aquel año de 1978.
The year of the cat –el año del gato- estaba en boga por entonces. Cómo se ponen de moda vestidos, cortes y peinados, frases… No por buenos; más bien se instalan en la sociedad de la mano de su “pegajosidad” rítmica,  el empuje dado por los medios de comunicación, cultores del consumismo; y por una especie de mística que hace que todos hagan uso del “producto” aunque la mayoría de las veces nadie entienda porqué.
En este caso, observaba girar el “33 simple de vinilo” mientras escuchaba la voz del cantante británico. Encerrado en la cabina, con los auriculares cubriendo mis orejas en forma envolvente, oía la canción pensando en “ella”, sin prestar demasiada atención a lo que ocurría alrededor. Bailé con ella la noche del sábado anterior en el Club de la Sociedad Libanesa, casi hasta el amanecer. Y si… era una época de tonterías, lozanía y ensoñación. Solo en la “edad del pavo” se te puede ocurrir que escuchando la canción que le gustaba, te sentirías cerca de ella. Apenas la conocía, y me dolía el pecho por el “aguijonazo” recibido de aquel ser subyugante, escurridizo, que permaneció conmigo durante toda la velada. ¿Quién era? Se había convertido en una presencia permanente en mi imaginación.

Salí de Music Hall  -disquería popular por entonces-, cuando el sol se ponía despidiendo la tarde. Escapé del colegio un par de horas atrás para venir al centro a “tontear”. Hoy, esto no podría concebirse. Decir ahora que un adolescente podía perderse un par de horas en la disquería escuchando música, pensando en los recursos tecnológicos que disponemos en el presente para esos menesteres; puede resultar tan ridículo como si  me quisieran convencer que la llegada del hombre a la luna solo fue un montaje de cine.
Pero para no alejarme de la historia, diré que al salir de la disquería regrese a casa. Al llegar, llamó mi atención que solo el farol del frente estuviese encendido, permaneciendo oscuro en el interior. A pesar de mi extrañeza, no dejé de experimentar cierto alivio al comprobar que mis viejos aún no estaban, lo que evitaría tener que dar explicaciones. Si ya sé, en 1978 los jóvenes contábamos a nuestros padres lo que hacíamos, con quien salíamos, a qué hora regresábamos… Bueno, era así, o “a morir”. Formaba parte del mandato social, y por sugerencia militar.
No sé por qué, pero en esa oportunidad opté en ingresar a casa por la puerta lateral. Pasando por el lavadero llegaría al pasillo que me conduciría al dormitorio, evitando atravesar el comedor. Este recorrido lo hacía solo cuando los fines de semana llegaba tarde y no deseaba alertar a mis padres. Pero… ¿y ahora por qué? Bueno, quizá costumbre, hábito, rutina, que se yo.
Si bien la oscuridad absoluta me producía –sigue haciéndolo- inquietud, de alguna manera estaba conforme en que las cosas resultaran así: escuché el tema favorito de ella –que ahora me gustaba también a mí-; estaba en casa sin que me fastidiaran con preguntas.
Todo marchaba a “pedir de boca” hasta que escuché el gemido, “a quemarropa”, doliente, que provenía de mis pies, y a la vez la sensación de pisar un grueso “cable” en el piso. Durante una fracción de segundos, la penumbra se hizo más siniestra y la espalda se me erizó. Inmediatamente caí en la cuenta de una existencia que no tuve en cuenta al ingresar a casa. En medio de la oscuridad, orienté mi cabeza hacia donde venía el alarido y quede petrificado al observar los ojos brillantes de Toto. Pronunciar su nombre sin verlo, hizo que lanzara un maullido, dando a entender que me había reconocido. Éramos amigos de nuevo, cómo en las mañanas cuando sube a mi cama para despertarme.
Encendí la luz y estaba allí, a mis pies, echado sobre sus cuartos traseros, mostrando toda la estampa felina, siamesa, con su pelaje gris homogéneo y “corbata blanca”. Me observaba atentamente, mientras su pecho se inflaba y desinflaba al ritmo de su ronroneo asmático. Su mirada me pareció enigmática, cómo pretendiendo comunicarme algo escondido detrás de su perspicacia. Me puse en cuclillas junto a él y acaricié su pelo compacto y suave.
— ¡Toto querido! ¿Qué haces acá? había vuelto su cabeza pero seguro que estaría pensando… “¿y vos?”

A la mañana siguiente desperté, solo por el llamado de mamá. Me extraño que el gato no estuviese a los pies de la cama esperando mis caricias, y mi vieja chillando porque se llena de pelo el cobertor. Minutos después, al bajar a  desayunar con mis hermanos, lo hallé merodeando por el comedor. Al verme se quedó estático frente a mí; lanzó un breve maullido y se alejó raudamente hacia la galería del fondo. Nos miramos sin saber que decir o pensar. Levanté mis hombros en señal de perplejidad, y continué desayunando. Al morder la tostada, la imagen del siamés me evocó la canción de la tarde anterior.

Más tarde, ya en la escuela, pedí a mi profe de inglés que escuchara la canción de Stewart y qué sin que lo tomara como abuso de confianza, la tradujera. Me contestó que lo haría, no sin antes dejarme la chicana sobre “lo satisfecha que se sentiría si la traducción la hiciera yo”. Pensé que debería tomar más en serio esa materia; igual no me di por aludido. Al día siguiente tenía la traducción en mis manos; la doblé, guardé entre las hojas del libro y miré a la profesora, quien, a hurtadillas, me tiró “un guiño” de complicidad.

Transcurrieron días sin saber nada de ella digo, de mi amor furtivo. Fui a buscarla. Esa tarde, parado en la vereda contemplando el frente de su residencia, antes de tocar el timbre, percibí la angustia del despojo, la desolación misma. Luego, nadie atendió. Insistí con mi dedo apretando el llamador… inútilmente, como lo esperaba. Llamé en la casa contigua preguntando por la familia Jerónimo. La vecina dijo que se habían mudado la semana pasada. Al parecer, su padre militar fue trasladado al interior….
Con paso cansino, marche sin rumbo. Inconscientemente me detuve en la parada del bus. Una nostalgia inespecífica invadía mi alma sin que pudiese hallar en aquel momento una causa que la justificase. Cómo lamentando haber perdido un bien que aún no era mío. Me preguntaba qué pensaría ella de aquella “huida”. ¿Si lo sabía y quiso jugar a la seducción encontrando en mí al soñador ideal?
Introduje mis manos en los bolsillos de la campera, pero no por el frío; septiembre es un mes de tardes templadas y aroma de jacarandá en el valle del Tulúm; pero aquella manos en los bolsillos es una posición que se adopta cuando no hay nada por hacer.
Sentí en mis dedos la suavidad del papel con la letra de la canción. Lo desplegué para releerla por…, no recuerdo qué cantidad de veces. Lo mismo haría cuando me encontrara con ella. Pero… Mis ojos se desplazaban renglón tras renglón y mi mirada se detuvo en el último párrafo: “… por ahora te tendrás que quedar en el año del gato”.
Otra vez mis recuerdos volaron a la tarde en la disquería; al encuentro con mi gato en la oscuridad de mi casa. Y asocié, que en aquellos mismos instantes, quizá ella… partía, lloraba. Que se yo. Tal vez solo era mi imaginación poética. ¡Creer o…..!
      
Hay quienes consideran a los gatos seres “psíquicos” por naturaleza, capaces de desarrollar grandes lazos mentales con sus propietarios, al punto de poder predecir acontecimientos funestos para sus amos. Desde aquel día, me pregunté si Toto solo era un felino.
Estuvo con nosotros hasta su muerte, acaecida bajo los neumáticos de una motocicleta. Al levantarlo en mis brazos aquella mañana de domingo, después del accidente, contemplé cómo fluía su séptima vida. Más allá de la pena, experimenté una duda que permanece hasta hoy─. Después de su partida, ¿se habría convertido en humano, tal vez en “mujer”? Igualmente, nunca más supe de Susana.

miércoles, 7 de marzo de 2018

CELLULAM HOMINUM

   Según la teoría de la evolución de las especies, pareciera que el ser humano alcanzó el más elevado desarrollo con el "homo sapiens". Bueno, al menos fue así hasta principios del siglo XXI, cuando surgió la telefonía móvil. Se produjo entonces tal revolución social -junto con Internet- en las comunicaciones, que hoy podemos afirmar que la antigua manera en que nos relacionábamos, giró diametralmente hacia otra, digamos más bien total, permanente, casi "adictiva", aunque en la práctica estemos "incomunicados"; más contactados, pero menos comunicados. Digo adictiva, porque es fácil ver a los marmots mobile -marmotas del móvil- que no pueden desprenderse del mismo, al punto que se los encuentra mirando las pantallas de su "embrujado aparatito" aún sin estar hablando, enviando mensajes, wasap o sacando fotos; como si la certeza de contar con el "dios comunicador" todo el tiempo les otorgara una tranquilidad similar al del fumador empedernido que al salir de su casa, a los pocos minutos se palpa de bolsillos en busca de la etiqueta de cigarrillos. Permanente, porque la mencionada escena se ve cotidianamente durante toda la vigilia, o sea, el tiempo durante el cual el individuo no está durmiendo, es decir, está "vigilante"; vigilante del celular. Por último, al parecer el hábito nefasto parece responder a la necesidad -inconsciente, casi morbosa- de conocer "todo" lo relativo a mi prójimo -el próximo y el lejano- y dando a conocer a su interlocutor -hoy, compañero de grupo-, todo lo que ocurre en su vida, minuto a minuto.
Resultado de imagen para personas con celulares  Experimento inocultable desdén hacia los teléfonos celulares, sus creadores, difusores y, en menor medida -aunque no exentos de repudio-, también a los usuarios, sean éstos mi madre, hermanos, amigos, hijos, esposa, y "otros", entre los que me incluyo. No soy un misántropo que odia la humanidad, tampoco estoy contra la tecnología, sus avances, y los beneficios que aporta al público en cuanto a la salud, arte, información, educación, confort, comodidad y una larga lista de etcéteras.
   Solo soy enemigo confeso contra todo lo que atente contra el crecimiento, desarrollo y superación integral del ser humano. Contrario soy a los jóvenes y adolescentes que no se despegan de sus móviles, cuando siquiera saben hablar, leer y escribir correctamente; a los adultos que, cuando conversan con otras personas o se hallan sentados a la mesa de una confitería o restaurante, interrumpen constantemente los diálogos para leer, escuchar o responder mensajes o atender llamadas. O directamente se ausentan del momento socializador que significa el contacto y la comunicación personal, cara a cara, compartiendo e intercambiando opiniones, ideas, romances, palabras. Que ridículo me resulta ver gente mayor, permanentemente "ocupada" con sus teléfonos móviles, recibiendo y enviando "msj" cómo si tuvieran en sus manos la solución para los problemas del mundo. "Pendeviejos", pazguatos que con suerte saben hacer la letra "o" con el ano apoyado en la arena -ni pensar en que la escriban-; muchos no saben hablar, expresarse, ignoran el concepto de respeto -que trataré en otra entrada-, ni que decir de comprender textos o albergar algún vestigio de pensamiento crítico. 
   Esos "ingenuos felices", andan por la vida sembrando tonterías e intercambiando con sus pares -oligo sinápticos(1) también- ideas superfluas, situaciones vacías, sin más preocupaciones que el fulbo y el asado, y si son jóvenes, también las putas-; o más  aspiraciones que salir de vacaciones, ver el mundial de fútbol o cobrar el salario para hacer ostentación de su grotesco y vulgar consumismo -consumptionis hominem-.
   Lo más lamentable de esta realidad, no es mi bronca, -que puede confinarse a una persona sin efectos colaterales mayores sobre el resto-; es darse cuenta de la decadencia social, cultural, intelectual y moral a la que lentamente fuimos conducidos por poderes desconocidos. Ellos, tienen objetivos claros y precisos de mantenernos subdesarrollados, sumergidos para siempre. Digo decadencia "moral", porque es imperceptible el límite entre el bien y el mal cuando no tenemos capacidad para diferenciar entre lo mejor y lo peor, de rechazar lo ordinario sin concebir lo sublime. Desaparecida la idea de "bien común", se eleva el ansia individual de satisfacción a cualquier costo.
   A éste poder, sirven por igual oligarcas y plebeyos, distraídos tras los electrodomésticos, mágicos para el pardaje, igual que para los indígenas del siglo XV, los "espejitos de colores".

(1) Oligo= poco; sináptico= de sinapsis: lugar por donde el impulso nervioso pasa de una neurona a otra, permitiendo así la formación de pensamientos, la realización de movimientos, percepción de estímulos, etc.