“No creo en brujas, pero que las
hay las hay”. El dicho es más que un adagio para mí. De lo contrario, como
explicar lo que me ocurrió aquel año de 1978.
The year of the cat –el año del
gato- estaba en boga por entonces. Cómo se ponen de moda vestidos, cortes y
peinados, frases… No por buenos; más bien se instalan en la sociedad de la mano
de su “pegajosidad” rítmica, el empuje
dado por los medios de comunicación, cultores del consumismo; y por una especie
de mística que hace que todos hagan uso del “producto” aunque la mayoría de las
veces nadie entienda porqué.
En este caso, observaba girar el
“33 simple de vinilo” mientras escuchaba la voz del cantante británico.
Encerrado en la cabina, con los auriculares cubriendo mis orejas en forma
envolvente, oía la canción pensando en “ella”, sin prestar demasiada atención a
lo que ocurría alrededor. Bailé con ella la noche del sábado anterior en el
Club de la Sociedad Libanesa, casi hasta el amanecer. Y si… era una época de
tonterías, lozanía y ensoñación. Solo en la “edad del pavo” se te puede ocurrir
que escuchando la canción que le gustaba, te sentirías cerca de ella. Apenas la
conocía, y me dolía el pecho por el “aguijonazo” recibido de aquel ser subyugante,
escurridizo, que permaneció conmigo durante toda la velada. ¿Quién era? Se
había convertido en una presencia permanente en mi imaginación.
Salí de Music Hall -disquería
popular por entonces-, cuando el sol se ponía despidiendo la tarde. Escapé del
colegio un par de horas atrás para venir al centro a “tontear”. Hoy, esto no
podría concebirse. Decir ahora que un adolescente podía perderse un par de
horas en la disquería escuchando música, pensando en los recursos tecnológicos
que disponemos en el presente para esos menesteres; puede resultar tan ridículo
como si me quisieran convencer que la
llegada del hombre a la luna solo fue un montaje de cine.
Pero para no alejarme de la
historia, diré que al salir de la disquería regrese a casa. Al llegar, llamó mi
atención que solo el farol del frente estuviese encendido, permaneciendo oscuro
en el interior. A pesar de mi extrañeza, no dejé de experimentar cierto alivio
al comprobar que mis viejos aún no estaban, lo que evitaría tener que dar
explicaciones. Si ya sé, en 1978 los jóvenes contábamos a nuestros padres lo
que hacíamos, con quien salíamos, a qué hora regresábamos… Bueno, era así, o “a
morir”. Formaba parte del mandato social, y por sugerencia militar.
No sé por qué, pero en esa
oportunidad opté en ingresar a casa por la puerta lateral. Pasando por el
lavadero llegaría al pasillo que me conduciría al dormitorio, evitando
atravesar el comedor. Este recorrido lo hacía solo cuando ─los fines
de semana─
llegaba tarde y no deseaba alertar a mis padres. Pero… ¿y ahora por qué? Bueno,
quizá costumbre, hábito, rutina, que se yo.
Si bien la oscuridad absoluta me
producía –sigue haciéndolo- inquietud, de alguna manera estaba conforme en que
las cosas resultaran así: escuché el tema favorito de ella –que ahora
me gustaba también a mí-; estaba en casa sin que me fastidiaran con preguntas.
Todo marchaba a “pedir de boca”
hasta que escuché el gemido, “a quemarropa”, doliente, que provenía de mis pies,
y a la vez la sensación de pisar un grueso “cable” en el piso.
Durante una fracción de segundos, la penumbra se hizo más siniestra y la
espalda se me erizó. Inmediatamente caí en la cuenta de una existencia que no
tuve en cuenta al ingresar a casa. En medio de la oscuridad, orienté mi cabeza hacia
donde venía el alarido y quede petrificado al observar los ojos brillantes de
Toto. Pronunciar su nombre sin verlo, hizo que lanzara un maullido, dando a
entender que me había reconocido. Éramos amigos de nuevo, cómo en las mañanas
cuando sube a mi cama para despertarme.
Encendí la luz y estaba allí, a
mis pies, echado sobre sus cuartos traseros, mostrando toda la estampa felina,
siamesa, con su pelaje gris homogéneo y “corbata blanca”. Me observaba
atentamente, mientras su pecho se inflaba y desinflaba al ritmo de su ronroneo
asmático. Su mirada me pareció enigmática, cómo pretendiendo comunicarme algo
escondido detrás de su perspicacia. Me puse en cuclillas junto a él y acaricié
su pelo compacto y suave.
—
¡Toto querido! ¿Qué haces acá? ─había
vuelto su cabeza pero seguro que estaría pensando… “¿y vos?”
A la mañana siguiente desperté,
solo por el llamado de mamá. Me extraño que el gato no estuviese a los pies de
la cama esperando mis caricias, y mi vieja chillando porque se llena de pelo el
cobertor. Minutos después, al bajar a desayunar con mis hermanos, lo hallé
merodeando por el comedor. Al verme se quedó estático frente a mí; lanzó un
breve maullido y se alejó raudamente hacia la galería del fondo. Nos miramos sin
saber que decir o pensar. Levanté mis hombros en señal de perplejidad, y continué
desayunando. Al morder la tostada, la imagen del siamés me evocó la canción de
la tarde anterior.
Más tarde, ya en la escuela, pedí
a mi profe de inglés que escuchara la canción de Stewart y qué ─sin que lo
tomara como abuso de confianza─, la
tradujera. Me contestó que lo haría, no sin antes dejarme la chicana sobre “lo satisfecha que se
sentiría si la traducción la hiciera yo”. Pensé que debería tomar más en serio
esa materia; igual no me di por aludido. Al día siguiente tenía la traducción
en mis manos; la doblé, guardé entre las hojas del libro y miré a la profesora,
quien, a hurtadillas, me tiró “un guiño” de complicidad.
Transcurrieron días sin saber nada
de ella ─digo,
de mi amor furtivo─. Fui a buscarla. Esa
tarde, parado en la vereda contemplando el frente de su residencia, antes de
tocar el timbre, percibí la angustia del despojo, la desolación misma. Luego,
nadie atendió. Insistí con mi dedo apretando el llamador… inútilmente, como lo esperaba.
Llamé en la casa contigua preguntando por la familia Jerónimo. La vecina dijo
que se habían mudado la semana pasada. Al parecer, su padre militar fue
trasladado al interior….
Con paso cansino, marche sin
rumbo. Inconscientemente me detuve en la parada del bus. Una nostalgia
inespecífica invadía mi alma sin que pudiese hallar ─en aquel
momento─
una causa que la justificase. Cómo lamentando haber perdido un bien que aún no era
mío. Me preguntaba qué pensaría ella de aquella “huida”. ¿Si lo sabía y quiso
jugar a la seducción encontrando en mí al soñador ideal?
Introduje mis manos en los
bolsillos de la campera, pero no por el frío; septiembre es un mes de tardes
templadas y aroma de jacarandá en el valle del Tulúm; pero aquella ─manos en
los bolsillos─ es una posición que se
adopta cuando no hay nada por hacer.
Sentí en mis dedos la suavidad del
papel con la letra de la canción. Lo desplegué para releerla por…, no recuerdo
qué cantidad de veces. Lo mismo haría cuando me encontrara con ella. Pero… Mis
ojos se desplazaban renglón tras renglón y mi mirada se detuvo en el último
párrafo: “… por ahora te tendrás que quedar
en el año del gato”.
Otra vez mis recuerdos volaron a
la tarde en la disquería; al encuentro con mi gato en la oscuridad de mi casa.
Y asocié, que en aquellos mismos instantes, quizá ella… partía, lloraba. Que se
yo. Tal vez solo era mi imaginación poética. ¡Creer o…..!
Hay quienes consideran a los gatos
seres “psíquicos” por naturaleza, capaces de desarrollar grandes lazos mentales
con sus propietarios, al punto de poder predecir acontecimientos funestos para
sus amos. Desde aquel día, me pregunté si Toto solo era un felino.
Estuvo con nosotros hasta su
muerte, acaecida bajo los neumáticos de una motocicleta. Al levantarlo en mis
brazos aquella mañana de domingo, después del accidente, contemplé cómo fluía
su séptima vida. Más allá de la pena,
experimenté una duda ─que permanece hasta hoy─.
Después
de su partida, ¿se habría convertido en humano, tal vez en “mujer”? Igualmente,
nunca más supe de Susana.
Hola, Maurice, creo que por la edad que tengo recuerdo ese año del gato que no era más que la canción de Al Stewart y otro álbum que siempre recordé como Cat Steven del que he aprovechado un trozo para recrear mi historia. Tu narración es muy buena, creí que seguirías la misma dirección que yo, pero te decidiste por el gato. A mi también me encantan los felinos, pero más del sexo opuesto. Un abrazo y enhorabuena.
ResponderEliminarHola Maurice, muy buen relato. Se lee muy fluido. El gato debió arañarte cuando le pisaste la cola. Esperemos que Iria vuelva pronto, es algo confusa la forma de participar este mes. De todas maneras nos sirve para conocer los blogs de los participantes.
ResponderEliminarSi quieres pasar por mi relato te dejo el link un-nuevo-peregrino.blogspot.com.uy/p/literautas.html
Saludos Marcos
Saludos Maurice:
ResponderEliminarHe notado que hay otros relatos que mencionan al "año del gato" y ni idea que es o qué representaba tal idea, así tendré que ir a investigar un poco sobre ese tema.
La historia, me parece una escena de varios tiempos, que tiene una especie de ciclo, con el final, o como dijera el protagonista, lo creemos...?
Sobre tu texto, creo que único que le doy una pega, es el continuo encomillado. Muchas veces no es necesario, ya la palabra tiene la fuerza en la frase, así que no dudes de lo que has escrito se comprende.
Por lo demás, me gusta la historia, menos que el gato haya muerto atropellado.Ya que uno de mis gatos, murió (el que aparece en mi AVATAR) a consecuencia de un arrollamiento y no soportó la cirugia para reponer su patita quebrada en tres.
Por lo demás, creo que puedes conocer al personaje por su forma de expresarse; aunque la historia tras fondo, no sea tan llamativa como su vocabulario.
Fue un placer leerte.
Te aviso que ya está la recopilacion de relatos, y si deseas puedes ir a leer a los compañeros que no cuentan con su propio blog.
Busca la pestaña de Literautas, para que tengas acceso en:
https://karenmarcescorner.blogspot.com/
¡Nos leemos!
Gracias Marce por tu comentario y aporte, lo tendré presente a la hora de escribir mis próximas historias. Por lo demás, te diré que El año del gato es una canción de Al Stewart de mediados de los 70 con una letra algo "retorcida" que alude a una mujer aparecida en la imaginación del autor, haciendo alusión al año del felino, y que luego desaparece. Bueno, vino a mi imaginación cuando pensaba en las consignas de este mes y la utilicé para construir mi historia. Igual, no quiero interrumpir tu investigación y gracias por ayudarme. Seguiremos leyéndonos.
EliminarBuenas, Maurice.
ResponderEliminarTu relato me ha parecido curioso y un tanto extraño. Es interesante ver cómo unes la historia de Susana con el gato. Aunque la verdad, no estoy segura de si he llegado a entenderlo del todo.
De todas formas me ha gustado.
Al igual que K. Marce, no tengo ni idea de qué es eso del año del gato, pero me tiene intrigada.
También diría que el continuo uso de las comillas me ha molestado un poco. Si uno abusa mucho de un recurso, al final esto se puede volver contra nosotros.
También participo en el taller de literautas del mes de marzo, mi relato es Canela, vainilla e incienso, el número 20. Te dejo el enlace por si quieres pasarte: http://alemaniaentrebastidores.blogspot.de/2018/03/canela-vainilla-e-incienso.html
Nos leemos.
¡Un saludo!