martes, 1 de enero de 2019

EL SER MÉDICO: 32 años después

   Más de tres décadas pasaron desde el 23 de diciembre de 1986, el día de mi graduación en la Universidad Nacional de Córdoba. A través de este lapso presencié vivencias de vida y de dolor. Conocí lo más sublime, también lo más oscuro. Aprendí a conocerme y a conocer a los demás a través de comportamientos simples, unidad primaria del entramado psicológico y espiritual de los individuos. Nada, o casi nada, fue desaprovechable para la construcción de esta profesión, que en su camino dejó un reguero de ingratitud, soledad, desilusión, hipocresía. La belleza, la inocencia y la esperanza fueron imágenes que poco a poco perdieron nitidez, al punto que en los últimos tiempos se tornó difícil mantener una visión consoladora del mundo y de la vida, tal como me lo adelantara Esculapio 3000 años atrás.
Jubilaciones y negocios: la lucha interna en la Caja de Médicos ...   Con escepticismo -quizá pesimismo, no lo se-, pienso en la incomprensión que somete nuestra existencia y me veo en la periferia del mundo. Así, sin advertirlo, arribo a mi destino drástico de aislamiento, separado de una realidad de apariencias falaces, confianzas ingenuas, goces inocentes.
   Asimismo, medito en la convivencia como en algo frustrado. ¿Quién puede compartir la vida con miembros de esta élite, que ve tras lo superficial, encontrando la fealdad oculta detrás de la belleza?, ¿que descubre la marcha de la muerte, caminando sigilosa sobre la esperanza?
   Conformamos una élite de impasibles. Una aristocracia que nada espera más allá de lo que el presente ofrece, pero a la vez se regocija en pequeños logros: el alivio del dolor, la curación de la herida, calmar la ansiedad, una cirugía exitosa, descubrir la imagen oculta en la radiografía...; productos todos que, ¡oh dolor!, no podemos compartir. 
   Cuando se llega a la profundidad de la existencia y la miseria de la naturaleza, descubriendo el núcleo de la existencia en la verdad científica, cuesta volver a formar parte de un mundo que cree sin ver, que espera bondad sin localizar a los buenos; que ríe y festeja por el hecho de estar vivo, pero a la vez  soporta minusválido una existencia miserable.
   No creo que la totalidad de mis colegas compartan esta mirada. Aún así, como médico me conformo y me resigno. Alcancé el privilegio de conocer al hombre en su desdicha, en su alegría, en su destino.

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